De todas las funciones cognitivas humanas, las facultades musicales siguen siendo un enigma para la ciencia. ¿Por qué algunas personas son capaces de componer y otras, en cambio, no pueden ni tan siquiera entonar un par de frases de una canción sin desafina? Dicen los científicos que todas las culturas tienen música, de igual forma que tienen lenguaje, pero se ve que si bien el habla es una necesidad biológica, de supervivencia, la música no. Yo no estoy para nada de acuerdo con ellos, claro. A mí la música estos meses me ha salvado literalmente la vida.
Actúa sobre la tristeza y la ansiedad, sobre el estado de ánimo, como un bálsamo. Como esa cremita refrescante que te ponía tu madre de pequeña cuando volvías de la playa, completamente achicharrada, para que se te pasara el escozor. Orfeo tocaba el laúd para curar la melancolía; John Cash trataba con el Gospel, los esclavo negros de América se daban fuerza y ánimos con el blues, y una sesión de samba brasileña te pone las pilas, te hace sentir bien y te da un chute potente de energía. Además, científicamente está demostrado que la música activa el sistema inmunológico; que aumenta los niveles de endorfinas, que son una especie de opiáceos naturales propios del cerebro y que cuando se desparraman por el cuerpo, te causan placer; como cuando te comes un coulant de chocolate, como cuando le das un beso apasionado a tu pareja, como cuando escuchas un buen tema.
La música es capaz de disminuir el dolor e inducir a una euforia natural, muy positiva para el cuerpo. Y no lo digo yo, eh? aunque lo he comprobado en mis carnes. Lo dicen mogollón de estudios que se han llevado a cabo con enfermos de cáncer, a los que cada día debían chutarles dosis ingentes de morfina; la música los relajaba y funcionaba como un superanalgésico.
Y yo creo que debe de ser así. Vamos, no puede ser de otra forma. La música siempre ha formado parte de mi vida. Ahora mientras escribo este post suena de fondo Damien Rice. Cuando era pequeña pequeña, a mi padre le encantaba la música. Recuerdo que los viernes se iba a una tienda de discos (vinilos!!) cerca del cole deonde yo estudiaba y cogía unos cuantos, se los llevaba a casa y los escuchábamos a toda pastilla. Mi madre se volvía un poco loca. !Bajad eso!!, nos gritaba.Pero nosotros, ni caso. Me ponía de todo: desde Mike Olfield, hasta Police o Led Zeppelin. También Serrat y hevaymetal, porque en aquel entonces mi padre, señores, era metalero! Luego llegó mi hermano pequeño. Y entonces era aún mejor, porque él se animaba a cantar. Os acordais de The final Countdown, de Europe, aquel grupo de melenudos nórdicos? (yo una vez soñé que el cantante me pedía una cita... aish) Pues yo recuerdo a mi hermano con 4 o 5 años desgañitándose: "Estofado chauchau!!!!!" Y muchas veces mi padre lo cogía en brazos y bailaba por el salón de casa. Y era muy divertido, y hasta mi madre se acababa riendo a carcajadas -aunque seguía insistiendo en que bajáramos la música o la quitáramos. Pero es que no se daba cuenta de que la música se tiene que oír bien alta? Que te tiene que envolver?-.
Supongo que siempre he escuchado mucha música. Pero desde hacía un tiempo la tenía algo aparcada. Y ahora he vuelto a ella. No me puedo ni imaginar qué hubiera sido de mí sin ella estas últimas semanas. Cuando no había nada que aplacara el dolor, el desasosiego, el abismo que supone la pérdida. La soledad. Ahí estaba Cat Power para llevarme salvaje en el viento; y José González con sus trivialidades; y los Antònia Font, que me hablaban de cuando salió el sol. Y Damien Rice, que me hace soñar que algún día un príncipe azul vendrá enfundado en un traje de submarinista, con una enorme bombona de oxígeno, en un flamante batisfafo rojo a rescatarme. Hasta entonces, siempre nos quedará la música.
4 de abril de 2008
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